Dejé de escribir. Dejé de escribir porque dejé de hacerlo para mí. Poco a poco, consciente o no... He ido apagando mis recipientes de reflexiones. Sentía que escribía para otros, sentía que tenía que cuidar lo que escribía, sentía que debía disimular lo que sentía. Sentía que debía escribir elocuentemente, con gracia, con ingenio, no para mí, no para expulsar.
Hoy he hablado con una recién estrenada huérfana. Me habla con sorpresa. Está sorprendida de lo sola que se siente, de lo que duele. Habla con claridad sobre lo más profundo de su dolor porque habla con una veterana. Y sí, le entiendo y se lo digo. Te entiendo. Supongo que le entendemos todos los huérfanos, independientemente de cómo hayan sido los padres. Si no están, te sientes solo para siempre. Uno de los mundos.
Hoy una amiga me ha hablado de su futuro. Suena bien y me alegra. Le he mostrado mi alegría y mi entusiasmo por ella. Debo hacerlo, es mi amiga y debo alegrarme, pero su alegría a mí me ha metido en otro de mis mundos.
Hoy mis pensamientos han cerrado una historia sin fin. Han impuesto la resignación. La sensación es como cuando lees un libro y el final no tiene final. Te quedas parado, a la espera, buscando, cualquier final porque tiene que haberlo. Hoy mis pensamientos me han dicho que, a veces, los finales son como éste. Tercer mundo.
Hoy he repasado capítulos y me he mirado. Me gusta escribir y me gusta escribir aquí. Pero hoy, sólo escribo para mí. No quieras entenderme, ni te busques, porque aquí sólo estoy yo. No quiero que pienses si estoy triste o alegre, si estoy fuerte o débil. No importa cómo esté, lo que importa es que escribo y que lo hago para mí, así que por favor, no te preguntes nada. Sería más fácil si escribiese sobre algo: Música, cómics, libros, política, chorradas de hombres y mujeres. Me escondería entre ellos. Pero yo no soy así. Yo escribo sobre mí, sobre lo que percibo o me rodea y me gusta hacerlo así y me sienta bien, así que déjame no esconderme.