domingo, 12 de abril de 2009

Estupideces compartidas

Frases inoportunas, palabras exageradas, empeños, estúpido orgullo, silencios, huidas, insultos. Cualquier gesto puede dar un vuelco gigantesco a la situación y lo que parecía eterno se esfuma en menos de un segundo. Ya no existe.

Recuerdas la calma inmediata, las risas, el cariño, pero la ira no te deja recobrar ese estado. La ira, el desprecio, la rabia te impulsa a utilizar alguna frase más inoportuna todavía, palabras más exageradas, empeños más obsesivos, reestúpido orgullo, silencios más profundos, huidas más largas e insultos más dañinos. De vez en cuando, en medio de ese torbellino, la cordura te da un toque en el hombre e intentas reconducirte, pero cualquier otro gesto sin mucho esfuerzo te devuelve a la familiar ira.


Ya no te importa sobre que discutes. El objetivo a esas alturas es la posición en la que te quedas. Para quedarte en ella, rememoras la última frase que te ha indignado. Así de fácil le das una hostia de tres pares de narices a la cordura.

Otras veces te quedas a la espera, dejas en paréntesis tu cordura y tus disculpas y esperas a que venga el juicio ajeno, porque estás en el convencimiento de que otros también deben aprender a escuchar a su cordura y practicar el deporte de las disculpas.

Estás deseando que llegue ese momento para darle la bienvenida a la ternura, a la paciencia, a tu propia disculpa y, acompañados de todos, comenzar a describir lo que echabas en falta la calma inmediata, las risas y el cariño.

Deseas contar que la otra noche soñabas haciéndole el amor y que cuando despertaste no podías creer que el sueño no fuera una realidad, que en la cama estaba sola, mientras la ira se escurría por las sábanas.

Sigo esperando para comenzar a besar